José Manuel López Cedrón

Notario

Ayudando a conformar la historia de nuestra ciudad

Una mañana de invierno, de los inviernos de ahora, que son más bien pálidos reflejos de los de antes y más parecidos a suaves y plácidas primaveras, aparcados en la lejanía los problemas cotidianos de nuestros trabajos, sus sinsabores y sus bondades, nos sentamos como cada día desde hace muchos años venimos haciendo, en las viejas sillas de madera y a la mesa de mármol que en suerte nos haya tocado en la confitería Madarro, mi gran amigo Alberto Leiro y yo, para dar buena cuenta de un café y un ancestral pastel (no porque el dulce estuviese pasado sino porque su sabor nos ha acompañado desde nuestra infancia, atesorado involuntariamente por la memoria).

Son quince, a veces veinte, minutos de puro disfrute sin temas predeterminados, sin autocensuras ni “farrapos” de gaita.
Mi amigo, todo hay que decirlo, en contra de su voluntad y para su desgracia, tiene la memoria de un elefante africano, y por lo que respecta a nuestra ciudad es una enciclopedia Edelvives en cuanto a datos, pero misturada con la ironía de un Fernando Díaz Plaja, lo cual yo disfruto y a él le obliga a devanarse la sesera para responder a mis preguntas, mientras yo degusto tranquilamente mi milhojas.

Pues bien, ese día nos pusimos un poco melancólicos, y por alguna razón que no recuerdo, pero que muy probablemente no tenía mucho que ver con el tema original, nos pusimos a hablar de Los Maragatos.

A los quince minutos cada uno de nosotros hizo la oportuna llamada, disculpándonos ante nuestros clientes por una tardanza no premeditada, pero es que el asunto no era como para despacharlo en un pis pas.

Y ahí, ya con el café trasegado y las pequeñas migas de pastel desperdigadas por el plato, pusimos en común, trasladándonos pongamos que a nuestros doce años y sin necesidad de acudir a ninguna hemeroteca ni a terceros más sabios que nosotros, nuestros recuerdos infantiles sobre un establecimiento que ya en aquella época podría ser considerado un clásico a conservar.

Nuestros recuerdos de la tienda de “Los Maragatos”, situada en el final de la Calle de San Pedro de nuestra ciudad, se remontan a la época de transición entre la infancia y la adolescencia.

Encajado en la nobleza del inmueble que lo alberga, recio frente a la entrada de la Puerta Toledana de la Muralla, por donde accedían al burgo los viajeros de la zona de Castilla, y que hubieron de utilizar en su día los Pérez Carro en su llegada a Lugo procedentes de su zona de origen, estaba un comercio atemporal ya en aquella época (mucho más ahora, que permanece prácticamente inalterable en lo que recordamos), en donde se comercializaban, casi en exclusiva, artículos varios.

Por un lado estaban los alimenticios (quesos de Castilla aceitados manualmente para su curación, así como jamones), que impregnaban el ambiente de un olor característico que permanece en el recuerdo.

Asimismo, se acumulaban en el espacio, que no parecía demasiado amplio al menos para albergar la amplia gama de productos existentes que se mezclaban entre ellos, aperos para caballos, mantas rústicas para abrigo o para ensillar, cordelería de todo tipo (especialmente llamativa resultaba la denominada en gallego “adival”, que era la soga gorda y larga enrollada en enormes bobinas que se utilizaba para la sujeción de la carga de los carros para que no cayera la paja o la hierba).

También, cómo no, estaban los corchos (de todo tipo, incluso para barricas), los garrafones, bastones rústicos y sombreros de paja. Todo ello en un desordenado orden que daba una impresión de desbarajuste pero nada más alejado de la realidad: Doña Carmen (recordamos ya en la lejanía a su padre, don Tomás) mantiene un control exhaustivo de la localización de cada artículo. Tiene don de gentes y se anima a la conversación a poco que se le proponga, todo ello heredado de su padre, y una muy buena educación derivada del enamoramiento de su negocio y de su vasta cultura. Asesora al que se deja o lo pide directamente, pero no importuna al que quiere decidir por sí mismo.

Recordamos de modo especial el ver a la venta botas para pisar el vino, esparto y los hilos de lino que darían lugar, después de tejerlos, a las tantas prendas de vestir.

En la actualidad algo ha variado en el establecimiento sobre nuestros recuerdos pero, en lo esencial, se mantiene el núcleo original del comercio, cosa que parece insólita en los tiempos digitales de compra online y globalizada en que vivimos. Sin duda, la asunción por doña Carmen de mantener el legado histórico familiar del que es depositaria, por encima de cualquier otra circunstancia tiene mucho que ver con la continuidad del establecimiento, algo que los lucenses y visitantes deberíamos de agradecer, pues es una parte de la historia de Lugo no recreada, sino viva.

Ese olor inconfundible, penetrante, áspero y a la vez hogareño, mezcla armoniosa de aceites, linos, espartos, corchos, mantas y cueros que la puerta entreabierta dejaba escapar, así como el ahogado y misterioso eco de conversaciones profundas de aquellos señores que hablaban sin prisa y con criterio sobre los asuntos de la vida, apoyados en un solemne mostrador o en sus bastones, impregnó la pituitaria de unos niños que, cargados con los libros a la espalda, volvían a sus casas dando un rodeo para sentir por unos segundos y desde la calle algo que estaba ayudando a conformar la historia de nuestra ciudad.