Amadora García Pérez, en la casa de Tomás Pérez-Carro
Las microhistorias y las narraciones personales ayudan a comprender los grandes relatos, muestran aspectos puntuales y anecdóticos de la vida cotidiana, que conforman la letra pequeña de las grandes crónicas que aparecen en los anales. Estos comentarios van a conformar la cara más humana de los protagonistas principales, hablándonos no sólo de ellos sino de la sociedad, la idiosincrasia, la economía, las pasiones, de la manera de pensar y actuar o el estatus social. Estas intrahistorias en la mayoría de las ocasiones pasan inadvertidas, perdiendo riqueza el relato general.
Aquí, hoy, en esta gran historia de Tomás Pérez Carro y su pequeño imperio, no podía faltar el relato de una historia personal de una chica que con 12 años fue a servir a su casa. No voy a hablar de la Plaza de Abastos que tenían en Madrid, ni de su industria en Lugo o los múltiples negocios y transacciones, otros que saben más que yo, estoy seguro, van a hablar de estos aspectos.
Sin ánimo de resultar redundante voy a repetir algo de lo que ya queda dicho por otros.
Tomás Pérez Carro y Vicenta García Carro conformaron una pareja de raíces astorganas que se asentó en Lugo, allá por el último cuarto del siglo XIX, siendo conocidos como “los Maragatos”. Se afincaron alrededor de la Puerta Toledana, en su interior (en un edificio que sería vivienda y comercio) y también extramuros (con otro edificio, que se utilizaba de secadero de jamones). Se integraron participando de la vida social, cultural y política del momento, en la capital de la provincia, llegando Tomás a formar parte de la Corporación Municipal.
Como la mayoría de los oriundos de la Maragatería se dedicaban al comercio, las bases del mercado estaba en las ferias locales, que habían nacido al lado de los conventos en la época medieval. Allí compraban productos del campo para exportarlos a las ciudades, incluso al otro lado de las fronteras galaicas y a la vez vendían manufacturas procedentes de otras tierras, lienzos, paños, adornos o alhajas para adornarse. Así, de este modo, se realizaban trueques principalmente entre Galicia y Castilla.
La familia de la que nos ocupamos contaba con un negocio próspero asentado en la capital lucense, exportando jamones, quesos, legumbres y otros artículos del campo gallego, que compraban en las ferias que recorrían sus empleados.
La miseria era tan grande en el campo gallego que las madres enviaban a sus hijas e hijos a servir, asegurando así que su prole tuviera un techo y un pedazo de pan que llevar a la boca y, en el mejor de los casos, recibiera una instrucción mínima en las cuatro reglas, o por lo menos aprendiese a leer, escribir y las cuentas básicas, algo que los llevaría a desarrollarse en la vida mejor de lo que sus progenitores habían tenido ocasión.
Tenemos testimonios de la comarca de Palas de Rei de niños que fueron a servir con 5 años. En el caso que nos ocupa fue con 12 años, cuando Amadora García Pérez dejó su casa en la aldea natal de Fermil, perteneciente a San Miguel de Quindimil, para desplazarse con unos de los trabajadores de Tomás, con la finalidad de que ésta entrara a servir en su casa y ayudara a su mujer, Vicenta, en las labores domésticas y otras que fueran necesarias de su atención y/o ejecución.
Por esto Amadora fue instruida en las labores domésticas, recibió una formación mínima, aprendiendo las letras y los números, fue niña de los recados y ayudaba en la casa y en el comercio, cuando ya Tomás Pérez-Carro García (Tomasito) era un joven, que más tarde casaría con María de los Dolores García Crespo (Lola).
Amadora
Amadora se casó a los 18 años, pero siempre continuó unida a la familia y bajo su protección. Tomás y Lola tuvieron varios hijos (Lolita, José Antonio, Andrés, Vicente y Mª del Carmen), cuya crianza coincidió con la de las hijas de Amadora (Carmen, María, Filo, Manola y Pedro). En algunas ocasiones incluso amamantó a alguno de los pequeños si estos estaban llorando, así Andrés ya de mayor le dijo a Filo que ellos eran hermanos de leche. Cuando falleció Burgo, el marido de Amadora, volvió a trabajar con Tomás y doña Lola. Es preciso decir que estuvo siempre ligada a la familia, unas veces de una manera laboral, otras por lazos de simpatía y afecto. Situados en el momento socioeconómico del que estamos hablando, Tomás y Vicenta fueron algo más que los señores a los que servir, ocuparon el rol de los “padres” ausentes, que le enseñaron a desarrollarse en la vida, ayudándole y aconsejándola, algo que no siempre sucedía en la relación con los sirvientes. Prueba de la relación de Amadora con la familia es que durante toda su vida siguió preocupándose y ayudando, incluso haciendo de compañía y amiga, más allá de una relación contractual. Las hijas de Amadora continuaron esta relación a lo largo del tiempo, y por legado materno, especialmente Filo, acompañando sobre todo en los momentos duros de la familia y cuando era preciso por la ausencia de alguno de ellos.
A día de hoy las nuevas generaciones continúan manteniendo estrecha relación, especialmente con Mª Carmen Pérez-Carro García, la regente en este momento del comercio que sigue siendo centro y recuerdo de la historia de otros tiempos. Allí seguimos encontrando desde cuerdas hasta sombreros, pasando por quesos y otros productos que siguen ligados tradicionalmente a nuestro campo.
Como decía al principio, este intrarrelato habla de la parte humanista de las familias. Detrás de ese singular “Comercio Tomás Pérez-Carro” del que aún podemos disfrutar en la calle San Pedro, tomando conciencia de lo que esconden ese escaparate y esa fachada pétrea, además de las relaciones comerciales existen vidas ricas en vivencias, en ternura, experiencias de familias y personas, que de no ser por ese negocio, no serían lo mismo.
No puedo ni debo finalizar este breve relato de otro modo que deseándole otras tantas generaciones y años de vida, tanto a Mª Carmen, como a este singular negocio (hoy conocido como cordelería) de la ciudad de Lugo, que bien podría ser declarado BIC por los servicios prestados a la ciudadanía a lo largo de 150 años.