A vuelapluma: apuntes para la construcción de una biografía familiar de los maragatos Carro Crespo
Durante los primeros días de julio del año de 1837, un viajero inglés, procedente de León, pasó por Astorga camino de Lugo. Venía vendiendo la primera edición en español de El Nuevo Testamento sin notas, es decir, una publicación protestante. El viajero vendedor se llamaba George Borrow, y fue quien, años después, recogió sus andanzas en el libro La Biblia en España. La obra es una mirada hacia el otro, es decir, las atentas observaciones de un extranjero sobre nuestro país y sus gentes, que el inglés nos muestra cargados de tipismo exótico, en un estilo análogo al que, varias décadas después, pusieron de manifiesto los exploradores al describir África y a los africanos. Es por ello el libro de Borrow –don Jorgito el Inglés, se le llamó por aquí– un documento antropológico realmente notable.
George Borrow en un retrato que se conserva en el National Portrait Gallery de Londres
Pues bien, cuando en aquellos días de julio estuvo en Astorga no perdió la ocasión de plasmar un testimonio magnífico sobre los hombres de la Maragatería que, por cierto, debieron dejarlo deslumbrado. La descripción física de los maragatos –solo una palabra sobre las mujeres– camina por derroteros que resaltan desde las peculiaridades de sus trajes al temperamento flemático, la fuerza física o su peligrosidad cuando se enfadan. Cuenta también que «nunca se casan con españoles» y que su nombre significa moros-godos.
Pero, además, don Jorgito da en su texto una pincelada que entra de lleno y con gran acierto en la causa de que los varones de la zona hayan de buscarse el pan en otra parte: «La región, rocosa en su mayor parte, con ligeras salpicaduras de tierra de un color rojo ladrillo, es ingrata y árida, y paga mezquinamente los afanes del labrador». Por ello «Los hombres apenas se ocupan de las labores del campo, abandonándolas a las mujeres, que aran las pedregosas tierras y recogen sus menguadas cosechas», con lo que el autor deja definida la actividad económica como meramente complementaria y relegada para algo así como personas de un estatus secundario: patriarcalismo, pues, en estado puro. A renglón seguido pasa a definir el trabajo de los hombres: «Muy diferente es la ocupación de sus maridos e hijos: constituyen un pueblo de arrieros, y considerarían casi como una desgracia emplearse en otros quehaceres».
Vienen después las altísimas cualidades de la arriería maragata, en cuyas manos dice Borrow que está la mayoría del comercio por el norte de España, sin que nadie pueda competir con ella en la fidelidad a sus clientes y en la honradez de sus negocios. Eso sí, la calidad indudable de sus servicios es cara porque no se trata de personas desinteresadas, pues cobran el doble que otros hombres del oficio. Un maragato –cuenta Borrow– se ofreció para llevarle los equipajes hasta Lugo, tarea por la que le pidió tan crecida suma que el viajero no quiso aceptar; y tras oír el arriero la propaganda del vendedor de libros le dijo sobre ella: «no creo una palabra; respecto de los libros que me ha enseñado usted, compraré tres o cuatro. No pienso leerlos, la verdad; pero, sin duda, los venderé a precio más alto del que usted pide por ellos».
Espero no haber cansado al lector ya desde el mismo arranque de este relato, pero entiendo las palabras que Gorge Borrow dedicó a los maragatos en su obra como realmente ilustrativas y con gran capacidad para contextualizar el asunto que nos ocupa.
Arriería de calidad, honradez en los tratos, seguridad en los viajes. Eso es lo que vendían aquellas gentes leonesas que, una vez tras otra, pasaban por Lugo con sus reatas de caballerías llevando y trayendo todo tipo de géneros, e incluso dinero. Y a Lugo parecen haber tenido querencia los arrieros de Santa Colomba de Somoza, a tenor de los testimonios que de aquellos tiempos han quedado en los papeles: en el año 1856 alguien apodera a un tal Antonio Carro en nuestra ciudad para un cobro de 1.100 reales en Ourense; ni que decir tiene que el apoderado era de Santa Colomba y ya vemos que se apellidaba Carro, como a la postre y para despiste de genealogistas, se apellidarán casi todos los maragatos que se asienten en Lugo, aun sin a veces tener relación de parentesco cercano. Pero ya en 1850 otro maragato de la misma procedencia, Miguel Crespo, había sido apoderado para en Lugo reclamar 773 reales a un caballero de la ciudad. El lector lucense sin duda ya se habrá percatado de que este otro apellido es también propio de aquellas personas que, provenientes de la comarca astorgana, dejaron hasta nuestros días su descendencia en la ciudad.
Después de estos onomásticamente interesados ejemplos, quizá convenga citar un par de ellos que no vengan tan descaradamente a cuento. Vamos allá. Uno: desde Quintanilla de Somoza, Anselmo Criado, también en Lugo, apoderó en 1849 a un procurador para cobrar judicialmente 460 reales, como parte menor de una deuda con él contraída por un lucense.
Solo por dar una somera idea de lo que suponían las cantidades mencionadas, tengamos en cuenta que en aquellos años con los 1.100 reales podría comprarse una piara de 27 cerdos o bien 1.367 kilos de trigo.
Esta es la imagen de la carta aludida en el texto. Archivo del autor
Permítaseme ya el segundo y último apunte, esta vez para que pueda verse el radio de acción de los arrieros y la complejidad del transporte en la España de entonces, pero siempre sin que tengamos que salir de Lugo o más bien pudiendo mirar el fenómeno desde nuestro pueblo. En efecto, allá por los años del tercio central del siglo XIX había en la ciudad un procurador llamado José Sánchez Arias que anduvo incluso metido en la política municipal y vivía en la calle del Miño. En su casa recibió una carta que, desde Madrid y fechada el 14 de mayo de 1849, la enviaba Fernanda de Cabello y principiaba de esta guisa: «S.r D.n Jose Sanchez Arias. // Muy S.r mio remito a V un cajoncito que sale hoy mismo que lleva el Maragato llamado Torivio Pollan para que tenga V la bondad de remitirselo al S.r de Ramos de la Fabrica de Loza de Sargadelos».
Obvio es decir que el trabajo de los hombres de la Maragatería no era el mero acarreo de mercadurías, sino que a su paso por pueblos, villas y ciudades compraban para volver a vender y vendían para volver a comprar. Y este mercadeo sin duda debió ser lucrativo, coadyuvando a que los arrieros fueran haciendo peto, es decir, generando una acumulación de capital que, andando el tiempo, pudo ayudarles para establecerse y emprender negocios de otro tenor, cambiando su modo de vida tradicional cuando las circunstancias así lo requirieron. ¿Sucedió de este modo con los maragatos que se asentaron en Lugo?
El año 1837, de la mano de George Borrow arrancaba esta narración, y desde luego la arriería era entonces un medio de transporte consolidado secularmente, a la vez que proporcionaba el contacto mercantil a media y, sobre todo, a larga distancia. Pero el año 1837 es también –y así me interesa referirlo– el año en el que aparece, al socaire de la revolución liberal y en un muy lejano horizonte, la revolución en las comunicaciones y en el transporte españoles. En efecto, el 15 de noviembre de aquel año constitucional se inauguraba nuestro primer ferrocarril, eso sí, lejos, muy lejos de la España peninsular: La Habana quedaba unida con Bejucal por medio de una vía férrea, que en 1839 llegaría a Güines, conectando así la capital de la isla con una rica comarca agrícola.
Vendrían luego los primeros ferrocarriles peninsulares -Barcelona-Mataró (1848) y Madrid-Aranjuez (1851)-, cuyos trazados tuvieron una orientación bastante alejada de las finalidades que se preveían para el invento del siglo. La estructura económica española, la visión interesada para el trazado de la red viaria nacional, la especulación y los fraudes tuvieron como consecuencia el desarrollo lento y –si se me permite la expresión– desbarajustado de los itinerarios del ferrocarril. Vaya como ejemplo el tramo Lugo-Coruña, sobre el que pasaron casi 18 años desde la elaboración del proyecto hasta que circuló el primer tren.
A falta de mejor argumento y como hipótesis de trabajo, suele aceptarse que aquí la sedentarización de los maragatos está directamente vinculada a la llegada del tren, pero tras un vistazo somero a las fuentes la apariencia del asunto parece ser otra: los maragatos empiezan a instalarse en Lugo a partir de los años 1860. ¿Fue porque se percataron de que el ferrocarril llegaría más pronto que tarde o hubo otras razones? Desde luego, en el tercio central del siglo XIX la arriería permaneció en nuestras tierras y las vecinas de León como una actividad boyante de boyeros, muleros, reatas, carros y carretas. Pero el correo mejoró de manera notable y, sobre todo, también echó a andar un servicio de diligencias, que poco a poco colaboraron en la integración del mercado nacional. Precisamente, también en 1837, tiene lugar el viaje de prueba de este servicio entre Lugo y A Coruña, que salió de la calle de la Cruz, 3, y con un precio de 80 reales.
De este modo es sencillo deducir que, aun antes de que el ferrocarril se desarrollase en un amplio noroeste peninsular, diligencias y galeras empezaron a hurtar parte del negocio de los que vivían del acarreo y venta de mercancías, como ya en 1906 señaló Andrés Martínez Salazar, por más señas maragato y afincado en A Coruña. Así las cosas, tuvieron los arrieros una sola alternativa: establecerse y cambiar o diversificar su actividad económica, pero en todo caso dejando la vida itinerante.
Fácil resulta también percatarse de que la sedentarización de los arrieros no fue un suceso, sino un proceso iniciado ya antes de que los trenes echasen a andar por el territorio español, y que iría generalizándose y consolidándose después; pero es obvio que el desarrollo de los tendidos ferroviarios, aunque lento y territorialmente asimétrico, fue un factor más –muy importante, pero uno más– en el progresivo asentamiento de los maragatos, con independencia de que el proceso ya había comenzado antes y por otros poderosos motivos.
Los puentes de Rábade, tomados desde Mirapeixe. La imagen es de abril o mayo de 1875, cuando todavía el puente del ferrocarril tiene el castillete que permitió correrlo, y no se ha echado todavía el balastro para las vías. En octubre llegaría el tren a Lugo desde La Coruña. Archivo del autor
Si para Galicia la primera línea férrea fue la que unió Santiago con el puerto de Carril en 1873, en Lugo pueden establecerse dos fechas. La primera es 1875, cuando en el mes de octubre -.San Froilán, como no podía ser de otro modo- el primer tren llegó desde A Coruña. Sin embargo, la segunda fecha, 1883, resulta más trascendente. En efecto, aquel año se completó el trayecto que unía Galicia con Palencia, y la ciudad de Lugo, en fin, quedaba conectada con Madrid, es decir, con el que posiblemente era entonces el mayor mercado del país. Así pues, el tren, que si por una parte fue el golpe de gracia contra la arriería, al tiempo aportó a los antes arrieros un medio magnífico para que se dedicasen al comercio en su entorno próximo, y exportasen luego la producción agraria a los grandes centros de consumo mediante el ferrocarril.
En primer término, la tienda de Felipe Pérez Carro; la casa de las cuatro puertas es la de La Proveedora Universal, y la siguiente es la del comercio de José Ramón Mesa Noceda. La foto la hizo Pedro Ferrer Sans en el año 1908. Archivo del autor
De este momento de la llegada del tren a Lugo es el asentamiento de los maragatos de la familia objeto de esta publicación, los descendientes de Tomás Pérez Carro (Santa Colomba, 12 de agosto de 1851-Lugo, 17 de mayo de 1936), quien se establece en Lugo en torno a 1881-82 y en 1889 vive en la calle de San Pedro –desconozco en qué casa–, para en 1899 continuar en la misma rúa, pero esta vez señalando que en el número 66.
Pero Tomás Pérez Carro no llega sin que alguien le preceda, pues su hermano Felipe estaba ya en Lugo en 1873. Felipe Pérez Carro, también natural de Santa Colomba de Somoza, debió nacer en 1858, falleciendo en Lugo el 20 de febrero de 1924, cuando nos dicen que contaba 66 años. Casado con Mª Antonia Pérez Crespo, tuvieron –hasta donde yo he podido averiguar– tres hijas: Adela, Mª Teresa y Carmen, todas tres Pérez Pérez. Al padre sólo le sobrevivieron, además de su esposa, sus hijas Adela y Mª Teresa, y sus hermanos Tomás y Lucas.
Este es el comercio de José Ramón Mesa, que está a la izquierda, con gran bigote y gorra. A la derecha, el joven dependiente es Serafín Rey Rodríguez. Así era una comercio de principios del siglo XX, que podemos ver gracias a que la foto la ha conservado don Luis Carlos Ibáñez Mesa
Con independencia de los negocios en que pudo andar metido antes, en torno a 1897 tenía un comercio en la calle de la Reina 6, que se anunciaba como tienda de ultramarinos y chocolates. A su lado estaba el establecimiento de Francisco Fernández González –La Proveedora Universal– y a continuación, pero ya en 1902, el barato de José Ramón Mesa Noceda, comercio del que tenemos la fortuna de conservar una fotografía de su interior, perfectamente datada en 1912.
No pensemos que fue sólo Felipe Pérez Carro quien llegó antes de que el tren circulase ya entre Galicia y las dos Castillas. Me limitaré a citar también a Fernando Quintana Franco, que procedía de Val de San Román y lo encontramos residiendo en Lugo en 1875, donde tuvo su tienda de tejidos.
Pero, en medio de todos los maragatos afincados en Lugo, la presencia y descendencia de la familia Carro Crespo resulta verdaderamente abrumadora antes y después de que los ferrocarriles nos conectasen con Madrid. Es posible que esta vasta familia y sus ramificaciones mereciese una microhistoria imposible de plasmar en unas notas a vuelapluma, cuales las que aquí intentaré solamente esbozar.
Ramón Salgado Toimil, hacia 1920
Conviene, antes de meternos por otros derroteros, matizar algo en verdad importante con carácter general: a falta de un estudio más minucioso, tal parece que los maragatos que vinieron a establecerse a nuestro pueblo, aunque a buen seguro procedían de la arriería, ya habían dejado esa actividad y para algunos de ellos ni siquiera el mercadeo de radio medio o corto sería una fuente principal de ingresos. La documentación denota, en las que son posiblemente las familias más prósperas, una orientación económica hacia el comercio urbano y las actividades empresariales. Llegan aquí y quizá no mucho después abren un establecimiento comercial: los Pérez Carro, la abacería el uno y la cordelería el otro; los Carro Crespo, las tiendas de tejidos. Ello con independencia de que algunos, paralelamente, mercadeasen con las villas circunvecinas para el abastecimiento de la ciudad o para la exportación hacia mayores centros de consumo. Veamos lo que al respecto dejó escrito en la prensa el culto maestro Ramón Salgado Toimil, quien en un artículo de 1908 describe la feria de Castroverde diciendo, entre otras cosas, que «De Lugo he visto muchos feriantes: los maragatos que acuden á comprar los huevos y jamones que se presentan en el mercado para luego exportarlos en grandes partidas a Madrid y Barcelona». La idea vuelve a repetirla el maestro meses después cuando, de nuevo hablando del entorno de Castroverde, dice que «Los maragatos lucenses, que trafican en la exportación de huevos y jamones, tienen en Masoucos como una ramificación de su pingüe negocio».
De cuanto queda dicho ya, y señalada la familia de Tomás Pérez Carro como arquetipo de la integración económica y social de los maragatos en Lugo, entiendo que el otro paradigma exitoso de los comerciantes de la Maragatería es el de la extensa y genealógicamente compleja familia Carro Crespo, tan compleja y extensa como lo fueron sus negocios.
Dos hermanos llegaron a nuestro pueblo en torno a 1869, procedentes de Santa Colomba de Somoza, como los Pérez Carro, que vendrían más tarde. Se trata de José Carro Crespo, el mayor, que había nacido el 15 de septiembre de 1850 y falleció en Lugo el 28 de noviembre de 1909. Cuando llegó a Lugo contaba 19 años y se casó con Josefa Crespo Carro, también de Santa Colomba, con la que tuvo nueve hijos. Josefa se murió en Mondariz el 20 de julio de 1921. Una vez fallecieron José y Josefa, sobrevivían seis de sus nueve hijos: Jesús, Wenceslao, Salustiano, Mercedes, Sofía y Alfonso Carro Crespo.
El segundo de los hermanos es Manuel Basilio Carro Crespo, nacido en Santa Colomba el 24 de junio de 1853 y fallecido en Lugo el 26 de enero de 1917. Se casó con su coterránea Josefa Crespo y Crespo, que había nacido en torno a 1869 y falleció en Lugo el 11 de marzo de 1902 a los 33 años, según informa la prensa. Tuvo la pareja diez hijos, de los que nueve sobrevivieron a ambos cónyuges: Amparo, Josefa, Aurora, Manuela, Ramona, Generoso, Ángel, María Teresa y Luis, todos, claro está, Carro Crespo, como Carro Crespo eran los hermanos de Manuel Basilio y de José, Antonio y Dictino, y sus nueve primos, que también estaban en Lugo.
José y Manuel Basilio, una vez en nuestro pueblo, comenzaron a trabajar por cuenta ajena. En el año 1872 publicaba la prensa local una carta reivindicativa de los dependientes de comercio, en la que solicitaban de sus jefes el descanso en los días festivos y el cierre de los establecimientos comerciales a las ocho de la tarde en invierno y a las nueve en verano. Entre los firmantes están tres de los hermanos: José, Manuel Basilio y Antonio.
Los datos de empadronamiento permiten ver una asimetría entre José y Manuel. Mientras el primero aparece ya en 1880 como comerciante, su hermano está todavía registrado como dependiente. Pero entiendo que el asunto no tiene una trascendencia grande porque, en todo caso, al cabo de no muchos años uno y otro se convierten en destacados miembros del mundo mercantil, político y social de la ciudad, habiendo diversificado ambos su actividad económica hacia toda suerte de negocios, aunque, eso sí, sin abandonar la más visible de sus fuentes de ingresos, que lo eran sus tiendas de tejidos. En este sentido, la revisión de las fuentes notariales se torna indispensable para matizar el abanico de actividades empresariales a que se dedicaron estos dos Carro Crespo, pero semejante pesquisa excede con mucho el ámbito del trabajo en que se insertan estas páginas e incluso el tiempo ahora disponible para abordarlo.
A José Carro Crespo lo encontraremos, por ejemplo, en algo tan distinto del comercio de telas como lo es la construcción de carreteras. Así sucede en 1902 con la de Sarria a Ouviñano, subastada dos años antes.
Sede de La Eléctrica Lucense, c. 1907. La foto es de Pedro Ferrer Sans. Archivo del autor
Ni José ni Manuel Basilio hicieron ascos a las innovaciones, como a finales del siglo XIX lo era la energía eléctrica. Desde 1894, Lugo ya contaba con la electricidad de la central de la aceña de Castro Romay -el caneiro de las Islas-, perteneciente a la compañía Alumbrado Eléctrico de Lugo, cuyos almacenes y oficinas estaban en la calle Manuel Becerra (Progreso). Pero en 1897 un reducido grupo de lucenses solicitaban la fuerza del agua del Miño a su paso por el Piago de Martul, a fin de emplearla en la obtención de corriente eléctrica. Uno de aquellos hombres era Manuel Basilio Carro Crespo, y por lo tanto fundador de la Eléctrica Lucense, cuya primera sede estable se encontraba en la parte alta de la plaza de Santo Domingo, si bien pronto construyeron un edificio propio en la de San Fernando, junto al cuartel homónimo. Constituida la sociedad por acciones, en 1900 Manuel Basilio se convirtió en depositario, mientras que su hermano José, en 1904, compartiría con él las labores del consejo de administración de la compañía desde el cargo de presidente.
Lámina de la acción nº 1.000 de la Empresa de Abastecimiento de Aguas de Lugo. Archivo del autor
Participó también Manuel Basilio en la empresa que, creada al amparo de las iniciativas del arquitecto Mariano Belmás Estrada y del ingeniero y arquitecto Pedro García Faria, hizo que el agua del río llegase a los grifos de los lucenses. Carro Crespo fue vicepresidente de la comisión presidida por Constantino Velarde Pla, que se encargó de difundir el proyecto de la traída y en crear una sociedad por acciones para llevarlo a cabo, y que se llamaría Empresa de Abastecimiento de Aguas de la Ciudad de Lugo. Paradójicamente, en 1934 sería uno de los hijos de Manuel Basilio, Generoso Carro Crespo, quien figurase como parte en la liquidación de la sociedad, poniéndola en manos de Barras Eléctricas Galaico Asturianas.
No mucho tiempo antes de la creación de la Empresa de Aguas y después de que llegase la luz desde el Piago, el 5 de mayo de 1902 se pone en funcionamiento en Lugo el primer motor eléctrico para uso industrial. Era el que aportaba esta nueva fuente energía a una fábrica de harinas sita en el carril dos Fornos y que llevó el cromáticamente adecuado nombre de Nuestra Señora de las Nieves. El motor movía cuatro piedras, capaces cada una de moler en torno a 60 kilos de trigo cada 15 minutos. La fábrica tenía su despacho en la calle Armañá, 7. Cuando se abrió la calle Montevideo, parte de los terrenos de Nuestra Señora de las Nieves se cedieron para la apertura de la nueva vía, a cambio de prestaciones que ofreció el Ayuntamiento. Pues bien, la sociedad a la que pertenecía la empresa harinera se denominaba Pujol, Arriaga y Compañía, Sociedad en Comandita, y la constituían, además de José Pujol Romay y Félix Arriaga Alonso, el boticario Manuel Iglesias Ferradás, su hijo Julio Iglesias Fariña, boticario también, y además los maragatos José Carro Crespo, su hermano Manuel Basilio, Vicente Pérez Crespo y Tomás Pérez Carro.
Esta es la representación de El Rey que rabió, es decir, la foto, que es de Maximino Reboredo Blanco, se hizo el día 11 de agosto de 1896. Archivo del autor
José Carro participó en la sociedad que iba a construir y luego a explotar el Teatro-Circo, el ansiado coliseo de los lucenses, edificado con planos de Juan Álvarez de Mendoza y decorado con las tramoyas que hizo el oranés Eugenio D’Almonte. Se inauguró el teatro, a telón corrido, el 8 de agosto de 1896 con la zarzuela Marina, para al día siguiente subir a las tablas Anillo de Hierro, y el día 11 El Rey que rabió.
Si en algún momento José Carro incorporó también la dinamita a sus actividades mercantiles, Manuel Basilio, ya entrado el siglo XX, se dedicaría al pingüe negocio del «cambio de números», con el que también otros lucenses obtuvieron buenos beneficios. Consistía el asunto en que, una vez los mozos llamados al servicio militar tenían su número, se celebraba el sorteo, del que algunos jóvenes quedaban liberados de la contribución de sangre. Pero los que tenían que incorporarse a filas podían zafarse del servicio si cambiaban su número por el de otro muchacho que hubiese librado, mediante una sustanciosa cantidad de dinero. Era este el mecanismo que las personas acomodadas utilizaban con sus hijos, para quienes compraban el número de otro que había quedado exento de cumplir con la patria y que, tras la compra, se incorporaría a filas por el comprador. En una región económicamente débil, como lo era la Galicia interior, encontrar jóvenes dispuestos a servir en el Ejército en el lugar que a otro le había correspondido no era difícil. Por eso resulta frecuente aquí el caso de aquellos que gestionaban la lucrativa artimaña, y uno de ellos fue Manuel Basilio Carro, quien, como agente local de un individuo de Guadalajara, actuaba en el entorno lucense.
En junio de 1914, durante las fiestas del Corpus desfiló el batallón infantil. Helo aquí pasando por delante de la tienda que había sido de José Carro y que ahora lo era ya de su viuda. La foto me la ha cedido doña Mª José López Caldeiro
Pero si el muestrario de negocios de los Carro Crespo debió ser un importante aporte económico para ambas familias, los buques insignia de estos empresarios fueron sin duda sus tiendas de tejidos, situadas en los puntos más comerciales de la ciudad. La primera localización que conozco para el comercio de José es en la calle de la Reina, 10. En el año 1900, un pavoroso incendio destruyó la casa en cuestión, en donde se encontraba la fonda Universal; como consecuencia, la fonda se trasladaría a la plaza de Santo Domingo, esquina a San Marcos, y el comercio de Carro, que ocupaba el bajo, se trasladó a la calle de San Pedro, 7. En 1901 se volvería de nuevo el maragato a la calle de la Reina, pero a la acera de los impares, ocupando el número 11 (es la casa anterior a la de Madarro), en donde hasta poco antes había estado el Café Español. Allí, en el número 11, permaneció el establecimiento hasta más allá de la muerte de José Carro, a nombre de su viuda. En el número 10, que había dejado libre Carro tras el incendio, se estableció en 1902 José Ramón Mesa Noceda, a quien hemos visto en su comercio en la ilustración 5.
Dada la diversidad de las actividades económicas desarrolladas por el mayor de los Carro Crespo, no debe causarnos sorpresa encontrarlo en 1893 participando en la creación de la Cámara de Comercio, a cuya directiva perteneció, desempeñando el cargo de tesorero.
A la derecha, el comercio de Manuel Basilio Carro, cuando estaba en la calle de la Reina, 21. La foto es de c. 1907. Archivo del autor
Por su parte, también Manuel Basilio Carro Crespo tuvo su negocio en la calle de la Reina, 21, es decir, en los bajos del edificio lamentablemente desparecido en la esquina occidental de la calle con la plaza de Santo Domingo. Sin que sepa yo concretar desde cuándo está el comercio de Manuel Basilio en ese local –posiblemente desde 1883–, puede en cambio afirmarse que en 1886 estaba allí y pagaba una renta de 273 pts. anuales por la mayor parte del bajo.
He aquí el retrato de Manuel Basilio Carro y la casa donde hizo su comercio de Santo Domingo. Es un anuncio publicitario publicado, en 1929, tras la muerte de Carro, en Lugo y su provincia (Libro de Oro). La razón social ya es Hijos de Manuel B. Carro
«Grandiosos almacenes», tituló El Progreso el artículo que en la primera página del diario dedicaron al nuevo emplazamiento del comercio de Manuel Basilio Carro, «nuestro querido amigo y correligionario». Efectivamente, era septiembre de 1911 y el maragato estaba terminando la reforma del bajo del edificio número 3 de Santo Domingo para, desde la calle de la Reina, trasladarse allí poco después. Es posible que el hecho de ser amigo y correligionario de las gentes del diario llevase al periodista a la ponderación excesiva del nuevo establecimiento, pero sin duda sus instalaciones eran excepcionales en el Lugo de entonces. La estructura se hizo de hierro y cemento, y «el piso de madera –dice el periódico–, al igual de los mejores almacenes del comercio de Barcelona y sin igual, seguramente, en la región gallega». Tenía el recinto tres naves, estando la de en medio cubierta de cristal que se había importado de Bélgica, y encima de las laterales había jardines accesibles desde el interior. Del tamaño del local da idea el hecho de que contaba con una entrada por la calle Manuel Becerra 21, además de la de la plaza de Santo Domingo.
El éxito mercantil y empresarial de ambos Carro Crespo vendría subrayado por su progresiva integración en la vida ciudadana, empezando por la política. El adjetivo «correligionario» que hemos visto usar a El Progreso nos sirve para decir que tanto José como Manuel Basilio militaron siempre en la izquierda liberal, lo que los lleva a las filas de Eugenio Montero Ríos o, si el lector lo prefiere, de Dositeo Neira Gayoso, el hombre del cacique de Lourizán en Lugo.
El ala izquierda del partido liberal-fusionista se nutrió en muy buena medida de demócratas y republicanos tras la restauración de la monarquía en la persona de Alfonso XII, en diciembre de 1874. Viene así al caso que, cuando tras la muerte de Sagasta (1903) estaban en lo alto las espadas de Segismundo Moret y Prendergast –ala derecha del partido– y de Eugenio Montero Ríos, hay en Lugo un Centro Republicano, en cuya directiva, como bibliotecario, aparece José Carro Crespo, lo que nos indica el origen de su izquierdismo dentro del partido liberal y que con el paso de los años aún conservaba sus simpatías hacia la causa republicana. Pero ya mucho antes, en 1887, lo encontramos como edil saliente de nuestro Ayuntamiento, al tiempo que se nos informa de que llevaba en el Concejo desde 1883.
Este dato no solo importa al caso por sí mismo, sino por lo que significa en su contexto: en 1883 el sufragio activo estaba restringido a los varones que tenían propiedades o bien su profesión (abogados, médicos, funcionarios…) les otorgaba la capacidad para votar; el sufragio pasivo, es decir, la aptitud para ser votado, se obtenía por estar entre los primeros dos tercios de los mayores contribuyentes de la ciudad, a no ser que ya la profesión los capacitase para recibir los votos. Con ello el porcentaje de hombres que podían ser elegidos era realmente pequeño y en el caso se encontraba ya entonces el mayor de los Carro Crespo. Tras implantarse el sufragio universal masculino (1890), fue de nuevo elegido concejal para el cuatrienio iniciado en 1895.
Por su parte, Manuel Basilio entró en el Ayuntamiento el 1 de julio de 1899, aunque no asistió a ninguna de los cuatro primeros consistorios. Permaneció en la institución municipal hasta 1909, fecha en la que dejó de concurrir a las elecciones.
Así pues, cuando el siglo XIX terminaba, aquellos maragatos llegados de Santa Colomba de Somoza treinta años atrás se habían forjado una solvencia económica que se pone de manifiesto en la prensa, una vez tras otra, al referirse a ellos como acaudalados lucenses o como ricos comerciantes. Manuel Basilio formó parte, incluso, de la directiva del Círculo de las Artes, como tesorero, desde 1896 hasta 1900.
Sin duda alguna, tan grandes familias dejaron para el futuro una simiente que llega a nuestros días. La afirmación de George Borrow de que los maragatos «nunca se casan con españoles» recogida al principio de estas páginas ya no se sostiene en puridad con los hijos de José y Manuel Basilio. Algo hay, desde luego, pero la cuestión no es en absoluto tajante a partir de la segunda generación de los Carro Crespo en Lugo, aunque referiré ahora un caso que no deja de resultar llamativo por una nueva repetición de apellidos.
De Santa Colomba de Somoza, como los Carro, era el general de brigada Toribio Martínez Cabrera, nacido en 1874 y que murió ejecutado en 1939, en Paterna, tras el final de la Guerra Civil. Tenía el general por lo menos dos hermanas, llamadas Pilar y Herminia Martínez Cabrera. Bien, pues Pilar (1899-1989) casó con Generoso Carro Crespo, hijo de Manuel Basilio Carro Crespo, y tuvieron cuando menos cuatro hijos apellidados Carro Martínez. Su hermana Herminia (1887-1968) se casó con Arsenio Carro Pérez, otro de los maragatos lucenses, de los que aquí no se ha hablado. Tuvo el matrimonio otros cuatro hijos que, cómo no, también se apellidaron Carro Martínez.
En el centro del grupo vemos a Herminia Martínez Cabrera, con un tocado en la cabeza y un lazo blanco sobre el pecho. Está entre sus alumnas de la Escuela Normal de Magisterio, en los años 1920. Archivo del autor
Fuera, pues, de Generoso Carro Crespo y de sus hermanas Amparo y Aurora, que se casaron respectivamente con Pedro Crespo Crespo y con Antonio Crespo Álvarez, el resto, hasta donde he podido averiguar, se casaron «con españoles». Por ende, su generación, además de darle continuidad a los negocios de los padres, empezó a contar con profesionales liberales. Pero entiendo que lo más importante es el arraigo que tuvieron en Lugo y el interés por el desarrollo de la ciudad. En este sentido entiendo que merece la pena subrayar e incluso reivindicar la figura de Ángel Carro Crespo (1893-1956) -hijo de Manuel Basilio-, por su dedicación al Ayuntamiento lucense y por el impulso que supo dar al deporte en la ciudad.
En fin, acabo ya, pero llamando la atención del lector sobre un particular: saliendo de la ciudad por la avenida de A Coruña, la segunda calle a la derecha se llama, desde 1964, Hermanos Carro: los Carro Crespo de la segunda generación. Por algo será.